Siracusa. Lucía Luca y el arquitecto alemán

 

SIRACUSA (ITALIA). LUCÍA LUCA Y EL ARQUITECTO ALEMÁN

Fragmento del relato homónimo de Joan C. Roca Sans

 

 

La niebla, la famosa niebla de Erice que a menudo cubría el castillo normando, el duomo y las empinadas calles del pueblo con sus cerca de treinta iglesias, había acudido aquel día puntual a la cita. Ulli se encaminó a la reunión con el arquitecto Vittorio Greco y los contratistas en el Centro de Estudios del Barroco. Al terminar, esperó que sonasen las doce y el oficial corrió a avisarle que había llegado su auto.

Del Mercedes CDI negro, aparcado en el centro de la placita de San Martino, descendió un hombre joven, alto, cabeza rapada, con pantalón y chaqueta oscuros, que calzaba zapatos deportivos. Rodeó aceleradamente el auto por la parte de atrás y mientras el encargado flanqueaba la reja del pórtico anterior del templo para que Ulli saliese, le abrió la puerta posterior y se presentó.

–Soy Marcello Sultano. Me envía el signore Lo Manta. Estoy a su disposición. ¿Quiere dejar el equipaje en el maletero?

–Solo llevo esta bolsa de viaje y el maletín. Los conservaré conmigo para tenerlos a mano. Gracias.

El auto enfiló rápidamente la autopista hacia Palermo. Ulli recuerda que han de pasar antes por el oratorio de los Teatinos. Se lo dice a Marcello. Este asiente. Descienden por el corso Vittorio Emanuele hasta llegar delante del edificio. Con el auto aparcado en la esquina, Ulli sube rápidamente las escaleras que llevan de la puerta al interior y queda impresionado por las dimensiones y la puesta en escena del oratorio que parece un teatro, con cortinajes rojos y balcones. En la penumbra espera un hombre que le pregunta sin mirarle a los ojos.

–¿El señor Zimmermann? Aquí tiene el estuche con el camafeo que viene a recoger. Recuerdos a los de Catalanissetta.

Mientras empieza a bajar las escaleras en dirección a la entrada, la cabeza de Ulli va dando vueltas. Se detiene de golpe y vuelve sobre sus pasos para preguntar: ¿De que camafeo habla? ¿No era una cruz de plata? Entonces se da cuenta de que el hombre ha desaparecido por una puerta lateral, detrás de un palco.

–Debe ser una confusión, piensa, mientras el chofer de Lo Manta le ve salir del Oratorio y se apea para abrirle la puerta.

–¿A donde vamos finalmente?- le pregunta al chofer mientras    éste arranca.

–El señor Lo Manta le recibirá en su casa, en la carretera de Monreale. Aunque la entrevista estaba programada desde hace varias semanas por la secretaría del Arzobispado metropolitano, no he sabido hasta ahora mismo donde tendría lugar. Acaban de telefonearme para decírmelo. Vamos hacia allá.

Era demasiado. Una ola de sudor frío ascendió por el cuerpo de Ulli. ¿Una cruz de plata o un camafeo? ¿Una visita anunciada desde semanas antes con un señor cuya existencia ignoraba dos días atrás?

Sintió el mismo desasosiego que el pasado viernes en Portiani. Y de pronto recordó las palabras de Lucía cuando el incidente en la Piazza Archimede, a propósito de los emigrantes: “La mafia sólo interviene donde hay dinero”. Y en el maletín llevaba asuntos que implicaban mucho, muchísimo dinero. Sin duda las medidas de seguridad eran muy inferiores en una casa particular que en el palacio del Gobierno, y más si la entrevista está auspiciada por un Arzobispo. Entonces espetó al chofer:

–Marcello, pare un momento por favor, he recordado que tengo que hacer un pequeño recado más.

Cuando el auto se detuvo, Ulli agarró su bolsa de viaje y salió  precipitadamente olvidando el maletín. Quiso volver atrás y recogerlo, pero pensó que ya era demasiado tarde. Solo tuvo tiempo de advertir al chofer de que no era responsable del contenido del maletín, pero que fuese con cuidado, dicho lo cual se topó de frente con las escaleras que bajaban a la Vucchiria, las enfiló corriendo y  atravesó precipitadamente el mercado, invadido por una sensación de pánico parecida a la que sintió la noche del atraco frustrado, pero más intensa, mucho más intensa.

Cuando llegó a la Iglesia de San Domenico, algo más sereno al ver que nadie le seguía, buscó el silencio del claustro para telefonear a Lucía. “El teléfono al que llama está desconectado o fuera de servicio”,  repetía machaconamente la voz grabada.

–Quizá este en la ducha, o conduciendo –pensó- La volveré a llamar en cinco minutos.

Eran las dos. Faltaban tres horas para la entrevista en el palacio episcopal. No sabía si debía ir. Llamó desesperadamente a Lucia tres o cuatro veces más. La respuesta era siempre la misma. Abandonando el claustro, encontró un discreto hotel, situado en un segundo piso en la misma Vucchiria. Allí nadie le iba a encontrar, pensó. Dejó su bolsa en la habitación, donde se repuso mientras daba vueltas a lo sucedido. Igual que había hecho después del atraco frustrado en el Corleonese, necesitaba evidencias. Así que, cuando faltaba media hora para las cinco, marcó el número de Lucía un par de veces más y al no obtener respuesta emprendió el camino hacia el Arzobispado.

© JC Roca Sans

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